En los tiempos que corren, ya no sabes si es mejor cerrar la boca para evitar ofendidos y conflictos destemplados o si conviene defender lo que consideras oportuno asumiendo la amplitud del verbo educar que nos ocupa. Hay quien olvida lo que significa educar; incluso hay quien reniega de una de las acepciones que incluye la RAE en su definición: Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.
La moralidad tiene pocos followers hoy en día. Ya ni te digo si hablamos de influencers que se presten a darnos esa ejemplaridad moral que todos requerimos durante nuestra escolarización y a lo largo de la vida. La libertad malentendida nos puede llevar a cerrar la boca cuando debiéramos, más que nunca, explayarnos para desarrollar esa facultad moral que nos permite convivir en sociedad, ya sea en un entorno laboral o en cualquier lugar público. Aunque, como bien sabemos, la moralidad es hoy muy líquida: lo que hoy es válido moralmente, mañana quizás no lo sea. Y en muchos campos parecemos estar desandando el camino.
Tal vez, la ética es la respuesta a estos malos augurios donde la falta de empatía, la xenofobia, el racismo, la aporofobia (fundamental leer y escuchar a Adela Cortina), el edadismo, la homofobia o el machismo, entre otras muchas discriminaciones, hacen mella en una sociedad a quien culpar de los problemas o las imperfecciones del sistema. Entiendo que la mayoría de los educadores, maestros o profesores, estamos de acuerdo en la importancia que tiene mantener un buen clima social donde el respeto, que también pedimos como habitantes del aula, se traslade a cualquier otro segmento de la población.
Ya sé que en la Formación Profesional se nos conoce por las enseñanzas técnicas que suministramos a los futuros técnicos y técnicas del país; sin embargo, y sin peligro de politizar las aulas, nos debemos también a ese ámbito donde la paz no es solo el recortable de una paloma. Cualquier profesional debiera tener como primera habilidad esa tolerancia al diferente; más aún en un planeta cada vez más diverso pero menos cercano; donde las redes desunen y buscamos solo soluciones personales mientras nos arrimamos a la tribu que nos acoge o nos ponemos el disfraz de ermitaño.
Esta líneas vienen a colación del reciente 80 aniversario de la liberación del campo de concentración y exterminio de Auschwitz Birkenau; donde las escasas voces de supervivientes que tenemos nos alertan de lo que conlleva el odio al diferente. Desde hace mucho me han conmovido las historias de las personas que lograron sobrevivir en una situación que, a pesar de parecernos de una maldad impensable e irrepetible, es posible que retorne con nuestra aquiescencia u omisión. Ensayos, novelas, cómics, cine, cuentas en redes sociales o recursos digitales de calidad al respecto están a nuestro alcance como educadores. El Holocausto, así como otras muchas tragedias que hoy se sufren en el mundo (Palestina, Ucrania, Haití, Yemén, Somalia, Sudán...), no debieran ser obviadas en las aulas o pasadas de refilón.
Aunque signifique una discusión o un debate agrio, una de nuestras obligaciones es ofrecer un conocimiento que lleve a la reflexión personal y a la necesidad de esa ética universal que algunos quieren ver extinguir. Comprender la crudeza de la guerra, las migraciones forzosas u otras muchas injusticias que suelen sufrir los mismos de siempre, es el mejor resultado de aprendizaje que pueden adquirir nuestros jóvenes estudiantes.
Foto de Robert Noreiko en Unsplash
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