Nos hemos acostumbrado a que nos suban el precio del pan, del recibo del gas o de ese desayuno que no perdonamos en la cafetería de turno. No protestamos tampoco cuando los precios de un apartamento vacacional roza los mil euros semanales o si las entradas de un concierto para 2026 superan los cientos de euros. Pero la inflación no solo la sufrimos los consumidores transigentes. La inflación educativa hace tiempo que campa a sus anchas en un mundo educativo acostumbrado a inflar calificaciones y a no querer enfrentarse ante unos mal vistos suspensos consecuencia de múltiples factores.
Pero vayamos a los números. En el caso de los estudiantes de bachillerato, según los datos analizados en el artículo editado por Funcas "Desafíos y oportunidades para el futuro de la educación superior", el porcentaje de estudiantes con notable o sobresaliente pasó del 50 por 100 en 2015, al 59,2 por cien en 2018, hasta el 69,9 en 2022. Y no solo es un caso español; en este mismo estudio se señala que tanto en las universidades del Reino Unido como en EEUU hay un aumento en las calificaciones que no refleja una mejor preparación de los estudiantes ni a un aumento en el nivel educativo de los padres de los universitarios, sino que es una mera inflación de las notas. Tampoco se queda atrás el gran aumento en las tasas de graduación en las universidades.
No todo son noticias preocupantes al respecto. España ha logrado una notable
reducción en la tasa de abandono educativo temprano (jóvenes que no completan la ESO), pasando del 30,9%
en 2002 al 13,2% en los tres primeros trimestres de 2024. A pesar de que está lejos del 9% que tiene la UE como objetivo para 2030. Como se explica en el documental "EXIT, abandono escolar", entre los factores principales del
abandono se identifican circunstancias familiares complicadas,
dificultades económicas y la percepción de falta de utilidad en la
educación. Varones y jóvenes de origen inmigrante presentan mayores tasas de abandono escolar y somos los segundos con las cifras más altas de abandono temprano de la UE tras Rumanía (16,6%). Y somos líderes en repetición de curso en la primera etapa de la educación secundaria (7,8%). ¿Será todo ello un problema de desigualdad creciente? Evidentemente, un acceso gratuito a una buena educación y orientación personal paliaría parte de estos problemas.
Volviendo a las líneas iniciales de este artículo, las percepciones (a veces engañosas) nos señalan que todo vale con tal de obtener un certificado o titulación. La mayoría conocemos demasiados casos donde el suspenso no cabe, no sea que el cliente o su parentela se enoje. Incluso parece un derecho el llegar a un sobresaliente. Todo ello a pesar del contrasentido de unas calificaciones que sirven de vía de acceso a otras etapas educativas pero que tienen escasa influencia en el acceso al mercado laboral. ¿Qué empresa revisa los boletines de notas en un proceso de selección? En la FP superior estas calificaciones tienen escasa relevancia en el itinerario profesional (no en el acceso a la universidad) de los estudiantes y aún así seguimos perdiendo el tiempo con el cálculo de décimas. La Formación Profesional es una etapa ideal para fomentar la importancia de las competencias técnicas y personales por encima de las debidas notas. La obsesión calificadora es difícil de atemperar cuando se arrastra desde la educación primaria.
Tal vez la solución pase por dar la relevancia debida a estas calificaciones en los procesos de reclutamiento; dejar de acumular títulos solo para complacer a los empleadores y centrarse en el aprendizaje como la meta principal del sistema educativo. Hay escalas para todo. Las rebajas y los sistemas exprés en educación nunca han sido buenas consejeras. La obsesión calificadora y la titulitis galopante no parecen redundar en una mayor cualificación de las personas. Nos hemos habituado a formarnos y pagar si es preciso (y posible) por ese papel que evidencia requisitos inaplazables en lugar de crecer en aquello que nos mejora realmente.
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