Ser competente digitalmente puede tener distintos significados según a quién preguntemos o según quién sea el sujeto al que deseamos medir. Sin embargo, podríamos coincidir en la definición propuesta hace casi veinte años por el Parlamento Europeo y el Consejo (2006):
La competencia digital entraña el uso seguro y crítico de las tecnologías de la sociedad de la información (TSI) para el trabajo, el ocio y la comunicación. Se sustenta en las competencias básicas en materia de TIC: el uso de ordenadores para obtener, evaluar, almacenar, producir, presentar e intercambiar información, y comunicarse y participar en redes de colaboración a través de Internet.
En aquellos momento no teníamos a la Inteligencia Artificial mareando, pero ya estaba clara la importancia de la digitalización tanto para el mundo del trabajo como a nivel personal y social. Aunque en 2018 se planteó una nueva definición más compleja:
La competencia digital implica el uso seguro, crítico y responsable de las tecnologías digitales para el aprendizaje, en el trabajo y para la participación en la sociedad, así como la interacción con estas. Incluye la alfabetización en información y datos, la comunicación y la colaboración, la alfabetización mediática, la creación de contenidos digitales (incluida la programación), la seguridad (incluido el bienestar digital y las competencias relacionadas con la ciberseguridad), asuntos relacionados con la propiedad intelectual, la resolución de problemas y el pensamiento crítico.
Aquí ya aparecía el manido "pensamiento crítico" y esa seguridad que ahora tanto nos preocupa en las sociedades democráticas tanto por razones políticas, sociales como económicas. Asimismo, con la puesta en marcha del Marco Europeo de Competencia Digital para la Ciudadanía (DigComp) que publica una primera versión en 2013, arranca una carrera cualificadora que dispone de un último marco publicado en 2022. Todo un trabajo que ha tenido como objetivo principal ayudar a los ciudadanos a involucrarse con confianza, capacidad crítica y seguridad con las tecnologías digitales, ya sean nuevas o emergentes.
El DigComp nos ha ayudado a resaltar la importancia que tiene esa competencia, sea como ciudadanos, trabajadores, docentes o estudiantes. En estos momentos, la crítica (siempre necesaria) hacia las tecnologías digitales parece se extiende en forma de prohibiciones y a través de un conflicto que ya no es solo intergeneracional sino que parece solo cosa de tecnófobos y tecnófilos. Sin duda, parecemos haber perdido el oremus y las competencias digitales han pasado a ser un nuevo requisito que certifica un dudoso nivel que va desde un A1 a un C2 según quien sea la entidad certificadora. Todo sea por no perder unos fondos públicos que no siempre se emplean con juicio.
Resumiendo, y perdonad la extensa introducción, el popular DigComp nos ha permitido poner nombre a las necesidades que como profesionales y ciudadanos tenemos a nivel digital. Sin embargo, a nivel educativo, seguimos empeñados en aprender a manejar la última herramienta digital del momento en lugar de adaptar nuestra enseñanza en colaboración con la tecnología. Nos ofuscamos con los fuegos de artificio que la digitalización ofrece o nos contentamos con ese nuevo título que pretende medir con un simple test lo competente que soy. ¿Dónde queda la mejora de mi docencia?, ¿o el deseo por aprender y adquirir conocimientos valiosos?
Como ocurre con todo aquello que la normativa exige, y que es visto como un requisito o impulso profesional, acabamos aburridos y desengañados de un sistema de certificaciones para la galería que nos ocupan demasiado tiempo. No sé si las certificaciones de la competencia digital docente terminarán siendo una oportunidad perdida, pero no resulta probable que hayamos escarmentado con esas fiebres certificadoras que no nos hacen mejores docentes cuando solo buscamos el dichoso título de turno. Al igual que con los estudiantes, si no ofrecemos motivos para el aprendizaje y esa formación continua, o si no alimentamos la curiosidad de los futuros digitalmente autentificados, la tarea certificadora se convierte en un fiasco.
No perdamos el juicio en estos asuntos y centremos de nuevo la capacitación de los profesionales en aquellos aspectos que ofrecen un valor añadido a su sector laboral o a su desarrollo personal. Dejemos de hacernos trampas al solitario y apostemos por una digitalización enfocada en los intereses de cada sector, de cada etapa educativa o de cada entorno. La solución no pasa por prohibir dispositivos cuando no sabemos cómo aprovecharlos para el aprendizaje y la adquisición de unas competencias que pueden marcar el futuro laboral de las personas. Orientemos nuestra formación y la enseñanza hacia ese maremágnum de conocimiento y oportunidades que nos ofrece la tecnología; con destino a una digitalización que requiere mucha lectura e interés previos.
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