No me gusta entrar en polémicas en el ámbito educativo. No soy dado a añadir levadura a los que gustan de engordar los males de la escuela despotricando de su materia prima. Pero ciertas valoraciones profesionales, que además son aplaudidas por colegas, no debieran tener cabida en la escuela. Corremos el riesgo de disculpar o apoyar cualquier acción u opinión que vertemos como docentes si la situación nos sobrepasa o no encaja con nuestras expectativas. Valorar al alumnado adolescente, de forma tan negativa, resulta desolador: «Veo estupidez allá donde mire. Ya no comprendo ni soporto nada de lo que hacen. No soporto tanta ignorancia. Casi cada uno de ellos simboliza la imbecilidad»
Ni corporativismo ni falta de crítica a un sistema educativa que no aporta los recursos materiales y humanos necesarios. No es ese el asunto. Reprobar este tipo de comentarios, públicos o privados, es una cuestión de ética profesional docente. Pese a que algunos aprovechen la dicotomía, entre el saber para ejercer la enseñanza y el saber quién soy para dedicarme a este oficio y no a otro (F. Altarejos, 2003), para decantarse por la primera opción. Como si ambos asuntos no tuvieran la misma importancia. Y ni es un tema de bandos ni estamos ante una cazas de brujas para desprestigiar a nadie.
Somos sabedores de la necesidad de una mirada que busque la comprensión de los alumnos, independientemente de cuestiones pedagógicas. La estulticia o cualquier otra problemática que arrastre el alumnado son inherentes a la profesión. No son motivo de reproche. Todo ello no quita que sigamos demandando recursos específicos para centros educativos de difícil desempeño, el apoyo del equipo directivo y una formación específica para mejorar la convivencia en las aulas. Los alumnos actuales, sus padres y madres, o nuestros compañeros, no admiten cambios ni devoluciones. Pongamos el acento en esos recursos no accesibles o en ese malgasto en partidas accesorias para poder ejercer con competencia nuestra docencia.
El gran defecto de los profesores sería su incapacidad para imaginarse sin saber lo que saben. Sean cuales sean las dificultades que han debido superar para adquirirlos, en cuanto los adquieren sus conocimientos se les vuelven consustanciales, los perciben como si fueran evidencia («¡Pero es evidente, vamos!»), y no pueden imaginar que sean por completo ajenos a quienes, en ese campo preciso, viven en estado de ignorancia. Pennac, Daniel. "Mal de escuela"
Porque hacemos un flaco favor a nuestra profesión, de la que reclamamos justamente un mayor aprecio, cuando pataleamos por los estudiantes que nos tocan en gracia o nos atrevemos a descalificarlos como si fuéramos meros aficionados al aula. Mi límite, a la hora de dirigirme a un alumno o hablar acerca de él, me lo pongo en cómo me gustaría que fuera tratado un hijo mío. Por mucho que haga el imbécil o insista en seguir acomodado en la ignorancia ante una vaga promesa de un futuro mejor a cambio de un esfuerzo que considera poco ventajoso. Es cuestión de profesionalidad y ética.
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