La naturaleza manda y el ímpetu juvenil de los primeros años como docente suele ir menguando conforme pasan los años. Si la salud te respeta es más fácil mantener intactos los motivos por los que comenzaste a trabajar; más aún si la vocación y la ilusión eran parte de esos primeros cursos. Ahora, con unos cuantos lustros a la espalda, ya eres uno de los viejos del lugar; un señor o señora en toda regla; un tipo que podría ser el padre o madre de esos jóvenes que cada año te escudriñan para saber qué tipo de profe eres. Empiezas a estar de vuelta de todo. Y aún no te das cuenta de tu influencia sobre los compañeros y compañeras que te rodean.
Sin embargo, ahí están esas nuevas filas de profesores que, como tú, tienen la oportunidad de encauzar su vida profesional en el desafiante mundo de la enseñanza. Y sí, es una ocasión, estimado joven docente: Porque si sientes la docencia solo como una salida laboral más, seguramente no acabe llenándote, a pesar del sueldo decente y unas vacaciones generosas. Sin los motivos adecuados para dedicarte a la educación puede que acabes quemado según gire el aire cada curso; o puede que no aguantes las impertinencias consabidas de la muchachada; o puede que acabes con esa estrechez de mira que acompaña a los que solo ven obligaciones y no disfrutan de esas vidas en crecimiento que nos escuchan. Y todas esas posibilidades son admisibles, pero puede también que acaben llevándote a la indolencia o a la queja permanente. El sistema, los jefes, los alumnos... serán responsables de ese resquemor profesional. Todos menos tú. Una amargura que acabarás compartiendo.
Y ahí andas caminando por el pasillo del centro educativo, sabiéndote dominador del terreno de juego. Pocos se atreven a llamarte la atención por muchos desaguisados que cometas. Cierras las puertas del aula y allí no hay VAR ni cámaras (afortunadamente) que subsanen los errores o faltas cometidos. Eso de la mejora permanente quedaba muy bien en los manuales de calidad; pero ahora, ¡que otros se dediquen a ello!; que cada cual se preocupe de sus privilegios. ¿Aquello del bien común qué era?
Y así continúa pasando un curso tras otro. Parece que no eres sabedor de lo mucho que cala esa actitud tuya para con los alumnos y tus compañeros. Ese postularte cuando es necesario. Ese no censurar el trabajo u opinión formada de un colega. Ese saber rectificar cuando metes la pata. Ese compartir recursos propios y dar crédito al trabajo de los demás. Ese tener claro que el alumno es lo primero y entender sus circunstancias. Ese no quitarse de en medio aprovechando la norma y a costa de un compañero. Ese buen carácter cuando la coyuntura no es la más idónea. Ese aportar e implicarte en tu centro pese a la saturación que arrastramos todos en mayor o menor medida. O ese pedir ayuda cuando la necesites. La ansiada congruencia.
Bien sabemos que, por mala costumbre, los docentes somos pésimos trabajadores en equipo. A todos nos place dar clase a nuestro aire, sin dar explicaciones a nadie. El problema sobreviene cuando animaos a los alumnos a empatizar, a coordinarse, a coevaluarse, a darse feedback... Todo ello daría para un nuevo y extenso artículo. En todo caso, replanteemos nuestra docencia junto a nuestros más y menos jóvenes compañeros. Ojalá todos tengamos la suerte de apropiarnos de las mejores cualidades de los profesores que nos precedieron y acompañaron en esta larga carrera. Yo he tenido esa fortuna, aunque me queda mucho por mejorar.
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