Compararse es algo consustancial del comportamiento humano. Si hablamos de docentes y alumnos también observamos habitualmente esa tendencia donde siempre terminamos comparándonos con otros compañeros; ya sea de modo positivo (modelos a seguir, retroalimentación, inspiración...) o de forma negativa (baja autoestima, competencia estresante, rechazo...). En la Formación Profesional podríamos realizar comparativas en muchos ámbitos: compararnos con la antigua FP, compararnos con la FP que se desarrolla en otras regiones, compararnos con otros docentes de FP, compararnos con el alumnado que elige FP en otros centros educativos, comparar centros de FP según su titularidad pública o privada, comparar nuestros recursos técnicos y humanos con los que disfrutan otros centros de FP, etc.
Seguramente, todos caemos en esa trampa de la comparativa donde lo ajeno nos parece mejor que lo propio. O al menos solo nos fijamos en aquello que nos provoca envidia (sana e insana) en comparación con las circunstancias que vivimos y creemos peores de lo que son. Incluso añoramos e idealizamos pasados que no siempre fueron mejores; adornamos falsamente las vidas profesionales de terceros; anhelamos las competencias de los que más brillan sin reparar en sus sacrificios; o codiciamos otros lugares de trabajo sin apreciar justamente el que conservamos. Y el tiempo con reflexión, si valoramos de un modo aséptico, es el dictaminador más justo. No todo tiene que ser una persecución de sueños.
En la Formación Profesional hemos deseado disfrutar de un modelo educativo parecido al que lleva años desarrollándose en el País Vasco. Aún seguimos mirando de reojo, como una quimera, esa visión y recursos con los que logran el éxito de un modelo con tasas bajas de abandono escolar temprano (por debajo del 9%), menor desempleo juvenil o donde la población de 25 a 64 años titulada con FP alcanza el 30%. En otras comunidades, pese a tratar de imitar el modelo, seguimos sufriendo un estancamiento tanto a nivel de inversiones en los ciclos formativos tradicionales como en los recursos disponibles según la titularidad del centro (a diferencia del modelo de la FP de Euskadi). Se comercia con nuevas leyes, normativas, premios, asesorías estériles y migajas para adornar una FP que hoy vende pero que no todos podemos ofrecer con la calidad que se merece (salvo a costa de mucho voluntarismo).
Sin embargo, si nos comparamos con los modelos de FP de otros países, menos favorecidos que el nuestro, es fácil ser consciente de la fortuna que tenemos en España con la amplia oferta gratuita de ciclos formativos, la operatividad de las instalaciones y herramientas o los salarios dignos que cada mes nos abonan. La realidad de los centros de FP de otros países de Europa del Este o Latinoamérica, por no mencionar la casi totalidad de los países africanos y asiáticos, es meridianamente peor (salvando excepciones). Los materiales, recursos, derechos, la planificación o la gestión educativa española, son algo asombroso en otras latitudes.
Luego vienen las comparaciones con otros centros de FP, con otros compañeros, con otras épocas. Los más antiguos podemos caer en la tentación de idealizar un pasado donde también había conflictividad laboral, la ratio era mucho mayor (con la LODE no había un máximo de alumnos por aula) y la FP era solo sinónimo de fracaso escolar y/o un entorno desfavorecido del alumno. Por aquellos años, según cuentan los ya jubilados, era habitual exigir mejoras en las condiciones laborales a través de huelgas y manifestaciones, así como no todos los claustros eran balsas de aceite. La distinción que ahora gustamos de usar, diferenciando entre generaciones según la edad, parece una excusa para echar la culpa al otro de todos los males; y, al fin y al cabo, todos terminamos mirando esa cifra de un sueldo garantizado (y del que no dudamos su recepción) a fin de mes.
También caemos en la comparación de la juventud actual con la de otros tiempos. Sin duda, cada generación tiene sus dificultades y fortalezas. Pero nos creemos capaces de diferenciar, a ojo de buen cubero, las limitaciones y deficiencias de los estudiantes del curso actual respecto a los del curso 2002-2003. Podemos incluso afirmar, sin miedo a equivocarnos, que anteriormente todos los jóvenes y adolescentes eran educados, leídos y dechados de virtudes. Tal vez hayamos olvidado una época donde eramos más temerarios, por no decir otra cosa... Por no recalcar que los que ahora enseñamos en clase son fruto de nuestra crianza.
En definitiva, sigamos comparándonos, pero para bien y para mal. No se trata de caer en el relativismo, donde no hay una FP con mayor o menor calidad, o no hay docentes más o menos profesionales, alumnos mejor o peor preparados, o centros con mayores o menores recursos. Realmente, tenemos datos objetivos para evaluar y comparar la calidad de enseñanza; podemos incluso mejorar el aprendizaje con distintas perspectivas y diversidad de planteamientos metodológicos, vengan de donde vengan. Todas las posturas aportan, siempre que se presenten desde la congruencia y añadamos esa pizca de autocrítica que suele faltar cuando examinamos al otro.
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