Cuando hablamos de incluir al alumno supuestamente debiéramos referirnos al significado que la RAE otorga al término: Poner a alguien dentro de un conjunto, o dentro de sus límites. Ese alguien que engloba a todos y cada uno de los alumnos que tenemos en clase, nuestro conjunto, y dentro de esos límites que marcan una ratio, una forma de acceso, una etapa educativa, una localidad o una edad determinada.
Y la inclusión nunca ha sido una moda. Todos conocemos escuelas que invitaban (e invitan) a sus jóvenes estudiantes a darse de baja de colegios o institutos por falta de nivel o a causa de un comportamiento inadecuado. Ahora, al igual que está pasando con el feminismo, hemos llegado a caricaturizar un término, la inclusión, que simplemente nos recuerda que la escuela no debe dejar nadie atrás. El buenismo sin herramientas específicas, los mensajes simplistas, la polarización en todos los ámbitos o la adoración del pasado, pueden haber influido en una malentendida inclusión. El esfuerzo por incluir siempre ha sido una opción necesaria y adoptada por educadores y docentes aún cuando no figuraba en las leyes educativas.
Evidentemente, requerimos recursos específicos para atender muchas de esas necesidades especiales que conlleva una aula diversa donde cuando no fallan las capacidades cognitivas de uno, la salud mental de otros se desmorona, o la inmadurez de otra se refleja en comportamientos disruptivos. Y la mayoría hacemos lo que podemos, mejor o peor, a pesar de esos medios escasos o inexistentes. Sin embargo, la intención cuenta, y, a pesar de la ineficacia e ineficiencias del sistema educativo, la mirada que ponemos sobre cada uno de nuestros alumnos es vital. Lo que no quita que sigamos demandando servicios de orientación profesionales, atención psicológica y formación pedagógica para abordar determinadas problemáticas.
Es fácil hablar de incluir cuando no tienes a un chaval incapaz de sentarse durante más de treinta minutos a una silla; o mientras no tienes a una chica totalmente abstraída a causa de problemas personales; o si no sufres una mayoría que solo piensa en terminar la jornada escolar, salir al patio y buscar el móvil para desconectar de la rutina escolar. Lo de (casi)siempre. Y la dureza de la docencia no está en reproducir nuestros conocimientos, sino en ser capaces de transmitirlos a todos y cada uno de los alumnos, sin perder la paciencia, desde el respeto y sin cejar en el empeño; pese a los fracasos, desagradecimientos, abandonos y conflictos que surgen. Empatía y profesionalidad deben ir de la mano.
Pese a que hablar de inclusión rentable parezca un oxímoron, no podemos dejar de recordar todos esos chicos y chicas que, tras una trayectoria escolar complicada, consiguieron, gracias al acompañamiento de sus docentes, finalizar unos estudios y emplearse dignamente. Por no hablar de aquellos que encontraron motivos para seguir estudiando y regenerar sus expectativas personales y profesionales. No hay mayor rentabilidad que lograr, como decía Philippe Meirieu en "Carta a un joven profesor", convencer a nuestros alumnos contra toda fatalidad y subvertir su propia historia.
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