Como gusta adjetivar hoy en día los más jóvenes: dar clases en FP es satisfactorio. No debiera hacer falta escuchar sonidos adormecedores o ver vídeos placenteros para trabajar con cierta complacencia. Sentir que trabajamos con personas que te escuchan y que sabes que comienzan a saber lo poco que saben (perdón por el trabalenguas) es inestimable. O priceless. Como diría ese anuncio de tarjetas de crédito. Pero también abundan los insatisfechos. Y ambos estamos faltos de reflexión.
Muchos son los que se queman en esta profesión; sufren un burnout que por distintas razones prende en algunos docentes sin visos de querer sofocarse. Por mi experiencia, a pesar de ciertos perfiles que prefieren pasar por la docencia de refilón y sin mojarse, la gran mayoría se implica con sus estudiantes. Otra cosa es si aprovechamos, o nos dejan aprovechar, la capacidad de mejora que tienen nuestra enseñanza. Y aquí es donde cabe la reflexión, o la necesidad de la misma.
A pesar de las múltiples formaciones que se ofertan, los recursos que con cuentagotas nos caen en algunos centros, las normativas bienintencionadas o esa prestigiación social de la FP: hace falta mucha mayor reflexión conjunta. La mejora y la transformación de nuestra enseñanza no llega solo con formaciones puntuales, charlas motivadoras o deseos ilusionados. El día a día nos va comiendo, ya estamos calentando motores y enseguida se acaba un curso nuevo, comienzan las actuales prácticas y en breve nos volvemos a dedicar a la organización horaria y modular de un repetido septiembre. El día de la marmota. Y con escasa reflexión.
Sin reflexión acabamos consumidos por los detalles insignificantes de la enseñanza: las incidencias banales de un adolescente, la burocracia disfrazada de calidad forzosa, el yoísmo de mi materia o el qué dirá esa comunidad educativa cada día más incomunicada. Y la reflexión no es una prioridad. Y es necesaria esa reflexión donde cundan las lecturas, la diversidad de opiniones, la experiencia acumulada, los ideales de los principiantes, la política educativa, la investigación educativa, la pedagogía, el conocimiento de la norma, etc. Nos planteamos con exceso de velocidad el qué queremos enseñar, cómo hacerlo mejor y quiénes lo necesitan más. Y bien pagamos la multa con estrés y una ilusión menguante. Arrastramos inercias heredadas que nos impiden replantearnos nuestra docencia a la vez que escasean los enseñantes ejemplares a los que igualarnos.
La satisfacción de la FP puede acabar consumida entre cuantiosas iniciativas que solo añaden más tareas a los docentes a través de unas supuestas competencias adquiridas que en teoría deben mejorar nuestra oferta educativa. El papel del profesor, tutor, orientador, mediador, tecnólogo, comunicador, evaluador, innovador, especialista, adaptador... se torna verídico solo sobre el papel. Papeles sin reflexión ni recursos y alejados de las aulas. Impresos que camuflan la falta de tiempo y la escasa prioridad que concedemos a una reflexión educativa habitual capaz de transformar aprendizajes y mantener esa FP satisfactoria para todas las partes. Reflexionemos.
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