Voy a lanzar una buena piedra a mi propio tejado. El malentendido corporativismo hace que nos mordamos la lengua con demasiada frecuencia. Somos poco dados tanto a la autocrítica personal como a la crítica pública sobre el trabajo de otros docentes. No queremos cogernos los dedos, herir sensibilidades o, peor aún, dar motivos a los alumnos para quejarse con razón. Pero no somos infalibles (aunque haya quien así lo crea).
Algunos educamos a nuestros hijos e hijas a que sepan encajar la crítica hacia sus mayores (profesorado incluido) y respondan desde la educación y el respeto a cualquier conflicto o desacuerdo. Quizás seamos los últimos de Filipinas que tragamos sapos con tal de mantener la concordia y evitar consecuencias en el boletín de notas de nuestros descendientes. Actualmente, la percepción mayoritaria parece derivar hacia una falta de consideración de las familias sobre el trabajo docente. Sí es cierto que la censura pública se ha vuelto una afición que trasciende de los campos de fútbol. La gente no se corta. La sinceridad mal entendida es un plus mal adoptado de los realities televisivos. Pero, ¿esa falta de apoyo familiar o crítica endémica hacia la escuela es una sensación infundada o realmente estamos haciendo algo mal a nivel comunicacional y en nuestra docencia?
Lo cierto es que todos nos confundimos, metemos la pata, hablamos más de la cuenta o reaccionamos con falta de acierto en más de una ocasión. Es fácil errar, tras cientos de horas lectivas al año, en muchas de las decisiones o acciones que tomamos en un curso que a menudo se hace largo. El problema, en mi opinión, radica en lo que nos cuesta disculparnos, en privado y a nivel personal o públicamente en el aula, y reconocer sin rubor esa equivocación cualquiera que todo profesional comete. Podemos refunfuñar sobre lo mal que nos ha atendido un dependiente, reclamar la falta de atención de nuestra oficina bancaria, protestar sobre el corte de nuestro peluquero o lamentarnos por el trato recibido en un restaurante; sin embargo, ¿somos ajenos, o consideramos del mismo modo en el sector educativo, las decepciones o disgustos de nuestros estimados usuarios para con nosotros? ¿tienen alguna razón cuando protestan sobre nuestros ademanes, correcciones, métodos o negligencias?
Más aún cuando somos sabedores de la falta de madurez, la ineducación o la carencia de referentes personales que acusan muchos de nuestros alumnos. Y no estoy tratando de justificar lo que en ocasiones entendemos injustificable. Me refiero a comprender y empatizar con el alumno, buscando esa formación integral de la que presumimos, siendo conscientes de que también patinamos y que nos honra reconocerlo. No siempre tenemos razón. No lo sabemos todo al respecto de nuestra materia. No siempre cumplimos todos con lo que se nos exige en nuestro puesto. Al final y al cabo somos humanos y el despotismo es un seguro para perder la estima del alumno. La generosidad, la falta de rencor, la tolerancia y el saber disculparse con nuestros alumnos nos diferencian como docentes. Perdonad mi atrevimiento.
Foto de CHUTTERSNAP en Unsplash
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