Para cada madre y padre sus hijos son únicos. Nadie desea un NPC -como dirían hoy los más jóvenes- en su casa. Todos y cada uno de ellos merecen una atención, educativamente hablando, digna y con los recursos adecuados para su crecimiento personal. Otra cuestión, que a menudo olvidamos, es que hay unos alumnos que requieren más recursos que otros por distintas circunstancias personales o familiares. Tendemos a creer que algunos no son merecedores de los esfuerzos de un sistema educativo que debiera tener como meta la plena igualdad de oportunidades.
Hay quien prefiere despistarse de estos objetivos y tachan de aprovechados a esos chicos inmigrantes o a aquellos jóvenes inmaduros que poco o ningún apoyo familiar tienen. Hay quien incluso culpa al Estado de dar un exceso de recursos a muchos de ellos mientras prefiere ignorar las becas que otros, menos necesitados, también reciben. Hay incluso quien, en lugar de protestar por el malgasto en cachivaches o certificaciones poco útiles, señalan con el dedo a los cuatro zagales que les "molestan" porque necesitan una atención personalizada de la mano de profesionales de otras áreas. Porque los que más tienen acabarán sorteando esas dificultades a base de contactos o de talonario, sin importar su currículum repleto de indolencia. La historia de siempre de la humanidad.
Luego están los que atribuyen las diferencias de los otros como las causantes de todo mal o disfunción de nuestra sociedad: los de la concertada que se llevan los recursos, los de la pública que no se preocupan de sus alumnos, los inmigrantes que tienen más derechos que nosotros, los jóvenes que solo piensan en sí mismos, o los impertinentes que no estudian que se vayan a la FP... Y mira que parece obvio que, en nuestro país, afortunadamente, tenemos recursos más que suficientes para atender a toda la población y en especial a aquellos alumnos distintos pero más necesitados; independientemente de nuestras diferencias políticas o formas de entender la educación. Y siempre se educa demasiado poco sobre la importancia de la solidaridad. Nos hacemos mayores y los ideales acaban consumidos entre el pragmatismo y los mantras simplones.
Muchos no quieren darse cuenta del favor que nos hacemos cuando conseguimos que un alumno o alumna evite el fracaso escolar y decida seguir formándose para encontrar un trabajo cualificado. Tampoco queremos darnos cuenta de la riqueza que nos perdemos si no atesoramos una amplia población joven (sin importar su origen ni condición) que impulse el creciento y la innovación en la economía. Está demostrado que democratizar la innovación supone una mayor prosperidad colectiva. Pero seguimos engañados en un microcosmos, que es nuestro entorno más cercano, sin dar verosimilitud a lo que acontece no demasiado lejos.
La cultura del esfuerzo no se mama por igual en todas las casas; porque no todos precisan esforzarse por igual ni a todos se les exige lo mismo. No se trata de tener manga ancha sino de dar más posibilidades a los que menos tienen o a los que sufren carencias; sin dejar de lado, claro está, a los que han tenido la fortuna de cara en la vida. Porque gustamos de compararnos con los que más beneficios obtienen pero poco con los más desdichados. Exigir lo que no damos es también otro vicio popular. Y no solo entre los docentes. La educación no tiene más remedio que ser generosa con todos, sin importar diferencias, pero más espléndida con los que soportan contratiempos.
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