Hoy me han preguntado en clase por qué me dedico a la docencia. Ante un comentario sobre mis estudios universitarios y me elección personal por la docencia, algunos se han sorprendido porque no creen que nadie quiera hoy día aguantar a unos jóvenes alumnos en un aula. No se explican que, salvo por las vacaciones escolares, podamos elegir ser profesores por simple gusto o vocación.
Puede que la docencia esté en horas bajas, pese a que no es un trabajo que se sitúe entre los menos deseados, y que las vocaciones y las ganas de participar en este sector profesional estén disminuyendo o tan solo creciendo como una opción de trabajo estable y decentemente retribuido. Parece incluso que hay cierto déficit de docentes en algunas especialidades; seguramente a causa de la existencia de alternativas con mejores condiciones económicas y mayores posibilidades de desarrollo profesional. Una escasez que se observa a nivel internacional y que presenta incluso un problema con el envejecimiento de las actuales plantillas de profesores.
La mala prensa, la elevada exigencia de parte de las familias, el descrédito de la figura docente entre parte de los alumnos junto a la sobrecarga administrativa y ampliación sin límite de nuestras funciones, son parte de ese descontento o falta de ilusión por comenzar o continuar como enseñante. Hoy son pocos los que se aventuran a pedir una plaza a muchos kilómetros de distancia. La comodidad y la búsqueda de mejores condiciones laborales también condicionan la cobertura de ciertas vacantes pese a la juventud de los candidatos. Consecuencias también de una menor tasa de desempleo. Y que dure.
La docencia quema. Es agotadora. Seguir el ritmo de preparación de clases, correciones, diseño de actividades, actualización docente, matenimiento del orden, prestar atención a todos los estudiantes y, tratar de innovar o al menos mejorar la enseñanza, convierte la docencia en una tarea exigente y abrumadora. Los trienios o sexenios mejoran la nómina pero, a cambio, el agotamiento físico y mental va dejando huella. No sé si la vocación, la ilusión o la personalidad de cada uno, son las que acaban añadiendo esa energía adicional que requiere esta profesión. Una profesión en la que nos encontramos, para bien o para mal, solos en el aula. Donde hacer más o menos está en tus manos. Donde tú eres principalmente quien te exiges unos resultados. Y a menudo se vuelve ingrata, solo percibimos conflictos o no acabamos de ver la posibilidad de trascender en ese chaval o muchacha que han acabado enderezando su vida a través de los estudios y un buen empleo.
Pero el día a día se lo come todo. Vivimos pensando en el próximo puente o vacaciones escolares. Como no podía ser de otra forma. Algunos raritos disfrutamos leyendo sobre educación pero, más aún, haciendo planes con la familia o las amistades. Sin embargo, también estamos agradecidos a lo que diferencia esta profesión de muchas otras: trabajamos siempre con gente joven que nos rejuvenece si muestras un mínimo de empatía; cada curso ofrece nuevos retos o formas de abordar tu enseñanza (se aburre quien quiere); los afectos y lazos personales que se tejen aportan un sentido vital a tu labor profesional; e incluso la docencia es la excusa perfecta para seguir aprendiendo y desarrollando el interés particular por unas disciplinas.
Yo, sin duda, aquí me quedo. Estoy seguro que no encontraría un mejor trabajo (pese a las enormes desigualdades labores que contemplan las distintas administraciones educativas según tu localización geográfica o titularidad del centro educativo). Tengo claros mis motivos para ser docente.
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