Desde mi percepción, tal vez haría falta un estudio sociológico al respecto, el profesional de la docencia ha evolucionado a la par que lo hacía mercado laboral. Afortunadamente, las condiciones laborales han mejorado en los últimos treinta años, gracias a unas plantillas que exigieron una mejora de sus derechos a través de huelgas (con su pérdida de salario correspondiente) y manifestaciones consensuadas por una mayoría del profesorado. El salario y las horas lectivas de entonces distaban mucho de las condiciones actuales. Generaciones anteriores a las que debemos mucho de lo que ahora disfrutamos. Muchas gracias.
Las anteriores crisis económicas (años 90 del siglo pasado) provocaron unas tasas muy altas de desempleo, con la consiguiente inseguridad económica y estrecheces de muchas familias. Obtener un trabajo fijo era casi un privilegio para un joven profesional así como los despidos eran cosa habitual por entonces. Cualquier trabajo era bien recibido ante un futuro poco halagüeño. Fue a partir del 2000 cuando el crecimiento económico se disparó en España, pese a la abundancia de los mileuristas de entonces que ya protestaban por unos sueldos escasos para vivir decentemente. La juventud se había acostumbrado a apreciar un buen empleo y los novatos docentes de entonces no teníamos complejos para cambiar de residencia fuera del domicilio habitual o firmar un contrato de pocas horas para alimentar el currículum.
La crisis del 2008 también ayudo a valorar la estabilidad laboral y a temer por la amortización de ciertos puestos de trabajo. Los interinos o docentes de centros educativos privados no tenían el futuro asegurado. Los centros educativos competían por atraer alumnos y el marketing educativo acampó sin remedio. La avalancha de titulitis para mantener el puesto y seguir las directrices de las autoridades educativas nos hacía perder, de nuevo, el foco en lo que realmente siempre ha importado: la atención a los alumnos. Pero superamos también esta nueva crisis y, como si nada, al igual que ahora tras una pandemia y en medio de una escalada bélica mundial, nos acostumbramos a la abundancia de empleo (mejor o peor remunerado) y nos pusimos a exigir prerrogativas para contrarrestar ese sueldo de maestro algo escaso en nuestra sociedad de consumo y que, comparándolo con los países europeos de nuestro entorno, es ciertamente menor a medida que aumenta la antigüedad laboral. Pero ahí seguimos adormecidos: con desproporcionadas desigualdades según el cuerpos docente, según la titularidad de los centros y según las regulaciones de cada comunidades autónomas. El guirigay habitual.
Ahora, tras una pandemia que no nos ha hecho mejores, un horizonte político convulso y polarizado, y un desacuerdo educativo eterno entre las fuerzas políticas, al que se suma un profesorado aturdido con distintos frentes que no sabe si apostar por el conservadurismo educativo, la llamada nueva pedagogía o el sálvese quien pueda tan habitual en nuestro sector. Además, parecemos rozar esa especie de "gran renuncia" donde poco importa el proyecto educativo si es a costa de alguna que otra incomodidad relacionada con la falta de flexibilidad laboral o ciertas condiciones del trabajo. Hay, de momento, una escasez de docentes en ciertas materias que parece provocar esa mayor movilidad laboral que antiguamente no ocurría.
El futuro está en el aire, lo que no parece que influya mucho en el optimismo (o indolencia) reinante al que se suma la escasa iniciativa por defender los derechos conseguidos, mejorar las condiciones, luchar contra las injusticias existentes y hacer honor y merecer de algún modo este día de los docentes. Ya va siendo hora.
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