Los expertos en marca personal abundan porque son millones las personas que no atienden a este aspecto por dejadez o, simplemente, por no saber cómo construirla. El personal branding (así queda más cool) no es más que un intento de reflejar una versión cuidada de nuestro perfil profesional, principalmente a través de plataformas digitales, donde potenciales empleadores o clientes van a conocer, supuestamente, nuestro mejor perfil. Podemos maquillar nuestro trabajo, ser excelentes virtualmente o incluso autodenominarnos expertos en mil y una facetas. Y seguro que si lo hacemos bien comprarán nuestro trabajo pese a que haya otras personas mejor preparadas pero que gestionan digitalmente peor sus virtudes profesionales.
Desde el aula, con jóvenes que en un futuro próximo se van a emplear, no tenemos más remedio que trabajar esta marca tanto desde la gestión de las herramientas o portales digitales que nos ayudan a construirla, como desde la honestidad profesional donde la mera fachada se suele acabar descubriendo antes o después. No hay más que darse una vuelta por LinkedIn para sonrojarte ante tanta grandilocuencia, relatos personales con moraleja para que sean viralizados o los títulos y puestos de trabajo inventados que tan bien suenan en otras lenguas. Ahora mismo, de mis lozanos tiempos como kitchen porter en Escocia (el friegaplatos de toda la vida), podría contar una idílica película donde aprendí a trabajar bajo presión en el sector de los hoteles de lujo ascendiendo a barman en tan solo doce semanas. Y eso haría marca personal, aunque suene ridículo.
Parece que tengamos todos la obligación de divulgar una imagen donde en algún momento hemos sido jefes, coachs, consultores, expertos, directivos o eso que ahora llaman CEO (bien feo, por cierto). Por no hablar de la casi obligación, como si del antiguo servicio militar se tratará, de haber emprendido con éxito en algún momento. Y nuestros jóvenes estudiantes, por inexperiencia, al igual que nosotros en su tiempo, caerán rendidos ante tanto fuego de artificio de unas plataformas, donde ellos, como no puede ser de otra manera, tienen todavía poco que reflejar con sus currículos.
Enseñarles a difundir sus experiencias académicas e intereses profesionales, a la vez que cuidan su privacidad y son íntegros con los sustantivos y calificativos que utilizan (sin mentir ni edulcorar), puede ser decisivo en su futuro laboral. Nuestra influencia como docentes, a veces desafortunadamente, también es un ejemplo para ellos de cómo manejarnos por las redes sociales, nuestras publicaciones personales, imágenes, comentarios públicos, etc. No creo que sea un problema de autocensura, porque la estulticia y la cólera no tienen freno actualmente, ni que debamos aleccionar a los estudiantes. Sin embargo, pienso que debemos hacer pensar a los alumnos sobre qué queremos que los demás sepan de nuestras vidas; si es necesario abrirnos en canal y difundir nuestra intimidad (personal, familiar o con los amigos); o si nuestra privacidad (datos de carácter personal) está debidamente protegida.
Todas estas cuestiones tienen una dificultad creciente en un mundo donde la vida digital no tiene límites y las nuevas redes sociales o sistemas de comunicación nos desbordan. No podemos ser expertos y conocedores de las últimas herramientas ni de las costumbres digitales de la juventud. Pero sí debemos ser capaces de hacerles reflexionar (parece que cada vez son más conscientes) de lo innecesario que resulta filmar y propagar nuestras vidas para el deleite de multinacionales o la burla de extraños. Cada dato o publicación personal puede marcar, sin duda, nuestra identidad digital. Aprender a manejarnos con naturalidad y conocimiento por las redes, desde el respeto, sin pedantería ni exhibicionismo, ofreciendo nuestra mejor versión profesional, es una tarea delicada y compleja. Es difícil ser constante y cuidar nuestra marca personal; pero es fácil dejar cicatrices digitales que marquen nuestra vida profesional.
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