La devaluación de la figura del profesor no es nada nuevo, o al menos la percepción que sobre ello tenemos los docentes. Aquello de "pasas más hambre que un maestro" ya pasó a mejor vida, afortunadamente, aunque una inflación vertiginosa haya mermado parte de unos salarios venidos a menos. Pero, cuestiones económicas aparte, tengo la impresión que los docentes de educación secundaria, hablando como profesor de Formación Profesional, seguimos sin tener ese prestigio que al menos ahora comienzan a recibir los jovenes demandantes de ciclos formativos y próximos técnicos. Una falta de reconocimiento que parece venir de la mano de ciertos medios de comunicación y amplificada por las redes sociales e instantáneas; pese que no estamos nada mal en España según ciertos estudios (Ipsos Global Trustworthiness Index 2022).
La posesión de una titulación universitaria ya no parece gran cosa. Tras la reforma de Bolonia han proliferado los másteres como algo obligado si quieres demostrar tu competencia y acceder a un empleo. La titulitis de siempre. Encima, no son pocos los que se embarcan en doctorados para suplir esa supuesta falta de prestigio donde cualquiera es ya graduado universitario. También el elitismo intelectual de siempre de aquellos que acompañan sus firmas con honores académicos.
El máster del profesorado, un grado universitario, aprobar unas oposiciones y atesorar distintos certificados B2 o C1 en otras lenguas, no parece suficiente para demostrar conocimientos en un sistema donde, paradojicamente, se critica la obtención de unos títulos que parecen devaluados por el elevado número de graduados que los han obtenido. Desconozco si el nivel es mayor o menor que antaño, pero supongo que quien desea estudiar y aprender tiene hoy día aún más oportunidades de elevar sus estudios y compartirlos con otros interesados. Otra cosa es si sabemos enseñar o tenemos disposición para que todos, sin excepción, aprendan de nuestra docencia. Porque de la pedagogía ni hablemos, ahora que dicen es causa de toda la ignorancia de nuestra muchachada.
No es raro oir hablar mal de profesores o maestros, con mayor o menor razón, pero con más saña que si hablamos de las pifias de otros profesionales con los que nos topamos diariamente. El corporativismo no es tampoco una seña que distinga al profesorado; son muchos los sectores profesionales donde sus integrantes se tapan entre sí o que culpan de sus males a otros técnicos de distintas áreas. Lo que no excusa ni una galopante falta de autocrítica profesional ni una inmerecida defensa de aquellos colegas que no respetan los principios mínimos de cualquier enseñante (por mucho que sepan). Aunque sean minoría.
Pero todo esto venía al cuento de esa falta de aprecio que se respira por los docentes. Puede que acabemos vistos como políticos mediocres de turno o esos trabajadores aprovechados con tres meses de vacaciones que debieran dedicar más tiempo al cuidado de los retoños ajenos; indispensables pero necesarios para que la rueda vital siga sustituyendo a unas generaciones por otras y el mito de la meritocracia no se desmonte. Así, cada nueva quinta seguirá mirando con ojeriza a unos educadores que demasiado cobran por lo que hacen y que cada vez parece que enseñan menos a unos estudiantes que supuestamente lo tienen todo para triunfar. O eso dicen algunos.
Al menos, pese a la falta de sintonía del momento, no desaprovechemos las limitadas oportunidades que cada curso tenemos para ofrecer nuestros conocimientos y ese acompañamiento que todos los jóvenes merecen pero no siempre reciben. Sigamos, pese a todo(s).
Foto de Matthew Henry en Unsplash
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