Tras veinte años de docencia, y sin ser alumno ni profesor ejemplar, trato al menos de recordar aquellos "maravillosos" años del final de mi escolarización postobligatoria donde la desorientación vital, las hormonas o las influencias externas pesaban más que la familia o la escuela. Con los años, muchos adultos sufren un tipo de amnesia y se transforman en prototipos de buenos ciudadanos y empleados ideales; otros, los menos, nunca rompieron un plato, y tal vez no tengan ninguna referencia de lo que la muchachada siente o deja de sentir.
En los comienzos como docente, la inseguridad propia de la falta de experiencia provoca sobrereacciones ante los típicos desafíos en el aula, con los disruptivos haciendo de las suyas y tú buscando un respeto con alguna voz más alta que otra junto a partes desafortunados. También los hay que tienen la piel fina, los autoritarios u otros nostálgicos del respeto mal entendido. Y los alumnos nos calan enseguida. Algunos saben provocar, otros nos ignoran. Sin embargo, sobre todo en FP con alumnos ya talluditos, se puede argumentar, discutir y ser escuchado. Quizás esto último sea lo más importante. No entrar al trapo con las peleas y broncas, no tomarse sus acciones como algo personal. Y mucha paciencia.
Además, nos hacemos eco luego de noticias sobre los éxitos de los "nadales" del momento; buscando transmitir esa resiliencia, constancia y sacrificio a la altura de pocos mortales. Pero, ¿nosotros nos miramos a ese mismo espejo? ¿sudamos la misma gota gorda que esos ideales que ponemos como ejemplo? A la postre, el alumno se queda con lo que hacemos en el aula: si somos coherentes con lo que predicamos, si no nos ceñimos a un libro o pasamos la hora sentados en la silla del profesor. En estos casos, los más nerviosos, los culos de mal asiento, aún nos pondrán en más dificultades.
Lo de "quiéreme cuando menos lo merezca" de Jaume Funes es muy aplicable a las aulas. No hay malos chicos. Si hay falta de recursos docentes que se pasan por alto también en el actual máster del profesorado. Los que pasamos sin pena ni gloria por ese CAP descafeinado hemos aprendido por simbiosis: gracias principalmente a profesoras que han cuidado de sus alumnos y han desarrollado su trabajo sin protagonismo y con enorme profesionalidad. A ellas habría que dedicarles unos créditos en ese máster.
La disciplina sin empatía es conductismo puro y duro. Si queremos hordas de jóvenes embrutecidos podemos seguir con el ordeno y mando. Luego no nos quejemos de que no leen por iniciativa propia o que solo están frente a una pantalla si no sabemos estar con ellos ni despertarles un mínimo de curiosidad por lo que pretendemos enseñar. Con el tiempo, aunque no lo creamos, recordarán algo de esas conversaciones tenidas en el aula, limando asperezas y con talante. Aunque es fácil decirlo...
Normalmente una enseñanza eficaz conduce a un aprendizaje eficaz. La disciplina se propone explicando bien y mostrando nivel en lo que estas enseñando
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