Los años pasan y las experiencias se acumulan. La educación que atesoramos no es solo el fruto unos años acadméicos más o menos exitosos; la familia, los amigos y los compañeros de trabajo también van haciendo mella en nuestra personalidad. La escuela tiene la obligación de hacerse cargo de ciertas carencias que muchos no pueden disfrutar en su entorno más próximo; no todos tienen la misma fortuna o posibilidades de crecer personal e intectualmente.
Agradezco enormemente, con la justa distancia que dan los años, todos los recursos que me facilitaron mis padres así como las valiosas compañías que he tenido y tengo a mi lado para ser mejor persona y profesional. Sin duda, tengo mucho camino por recorrer y ganas sobradas para no caer en la indolencia y superficialidad que parece acecha ahora más que nunca. Tal vez todos anhelamos, como escribió Unamuno, ser género aparte; pero sin duda somos fruto de el escenario que nos acoge y de los actores que nos interpelan a lo largo de la vida.
Hacemos bien valorando esas buenas compañías de viaje; e incluso las impertinentes nos muestran como no queremos ser. Cada curso es un peldaño más que no sabemos adonde nos lleva; donde cada cual toma (o padece) su propio ritmo. Recomiendo la novela de Héctor Abad Faciolince, "El olvido que seremos", donde además de mostrar su admiración y amor hacia su padre, comparte algunas líneas que escribió sobre su experiencia docente:
«Qué gran cantidad de equivocaciones —había escrito ahí— las que cometemos los que hemos pretendido enseñar sin haber alcanzado todavía la madurez del espíritu y la tranquilidad de juicio que las experiencias y los mayores conocimientos van dando al final de la vida. El mero conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarios el conocimiento, la sabiduría y la bondad para enseñar a otros hombres. Lo que deberíamos hacer los que fuimos alguna vez maestros sin antes ser sabios, es pedirles humildemente perdón a nuestros discípulos por el mal que les hicimos». Y ahora, precisamente cuando sentía que estaba llegando a esa etapa de su vida, cuando ya la vanidad no lo influía, ni las ambiciones tenían mucho peso, y lo guiaban menos la pasión y los sentimientos y más una madura racionalidad construida con muchas dificultades, lo echaban a la calle.
Ser cretino cuando eres joven es tarea fácil, pero imperdonable a cierta edad. La sabiduría que te dan los años y que tanto se desaprovecha en las escuelas debiera ser apreciada y aprovechada por cada hornada de nuevos docentes; evitaríamos la repetición de errores o el seguimiento de dudosos recorridos educativos. El ímpetu, el seguidismo y la soberbia se curan fácilmente junto a unos buenos compañeros de viaje que te ayudan a aterrizar y a desprenderte del lastre que arrastramos ya sea por el exceso o por la falta de autoestima.
Los libros o esos títulos académicos tan valorados, de los que presumimos pareciendo ignorar que acabarán amarilleando, nunca aportarán lo suficiente sin ese acompañamiento desprendido que disfrutamos con la familia, los amigos y esos compañeros de turno; y que nos hacen mucho mejores.
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