Ignoro cuándo estalló esta calamidad. Algunos apuntan a que todo comenzó unas semanas después de terminar el confinamiento provocado por la dichosa pandemia; tras varias semanas recluidos en casa, el uso intensivo y diario de la lejía había ido corroyendo los cimientos de la mayoría de edificios; los bomberos se vieron obligados a clausurar edificios por el riesgo de derrumbamiento. Pasaron los días. Llegó un momento en el que no quedaban viviendas disponibles libres de letalidad. Las autoridades se vieron obligadas a sellar los portales y sus vecinos fueron desahuciados en demasiadas pocas horas.
Otros achacan la situación sobrevenida al impacto físico de los estudiantes y originado en las escaleras y zonas comunes de cada edificio: alumnos obligados a acudir en masa a los MEA (Massive Exams Agreement) que erosionaron indefectiblemente el esqueleto de los edificios donde habitaban. Ese trajín no perdonó tan siquiera a los edificios más modernos. Incluso algunos achacaban la situación al exceso de conexiones a internet ocasionado por un uso desmesurado de las redes sociales y esos malditos grupos de WhatsApp saturados de gracias sin gracia; una hiperconexión que dicen los tecnófobos suscitaron los fallos estructurales de nuestras viviendas. Esta forzosa caída de la Red, aliviadora de la salud mental y física, ha cambiado nuestras vidas.

La nueva clase privilegiada son los técnicos de Formación Profesional. Las familias se los rifan. No hay tienda sin una dieta, una cura, un arreglo, una dinámica de grupo, un trámite o un corte de pelo en el que no intervenga una o uno de ellos. El Gobierno comenzará a becar el próximo curso a todos aquellos que cursen Bachillerato, una etapa que parece caída en desgracia. Los chavales de la ESO acosan a los orientadores en busca de folletos sobre la FP. No dejo de frotarme los ojos.
La vida en las calles no es demasiado dura. Ahora, a finales de septiembre, la climatología respeta a los sin techo. Lo que peor se lleva es la falta de internet, ya que es imposible recibir tareas escolares o mantener contacto con los tutores de los muchachos. El papel higiénico ha dejado de ser un bien de primera necesidad; hay sobreabundancia de rollos derivada de lo poco acogedoras que resultan las letrinas públicas instaladas por el ejército en cada barrio. Hay un portacontenedores con fibra alimentaria que atracará en el puerto de Valencia el próximo mes.
Los quioscos son ahora los bares de antaño. Abren casi veinticuatro horas, ofreciendo pilas (ante la falta de alargadores y enchufes) y juegos de mesa para estas noches que despiden el verano. El bingo casero ha sustituido a las traslúcidas apuestas online. La prensa en papel es además un bien apreciado. Twitter va a sacar un diario con artículos de doscientos ochenta caracteres. El postureo en las redes se ha descolgado de nuestras vidas, pero ahora debemos soportar la procesión de cuerpos cincelados paseando junto a los iglús del Decathlon. Comienzan a propagarse los primeros bulos sobre la durabilidad del material de las tiendas de campaña y cuáles son las mejores cantimploras según la frenología. Los youtubers han pasado a peor vida.
La gente está muy preocupada. Los niños sin colegio ni actividades académicas empiezan a marear a los adultos. Están pensando en dar clases multitudinarias desde los inutilizados estadios de fútbol que, afortunadamente, no han sufrido daño alguno durante los meses anteriores. Se habla sin cesar de los posibles despidos de miles de profesores; la política educativa pasa por la educación en casa (tentschooling) a cargo solo de los padres que posean un certificado de idoneidad parental como enseñante. Sin embargo, aún no sabemos cómo se va a evaluar a esos padres y madres o a sus descendientes. Solo nos dicen que seamos positivos.
Con lo bien que estábamos en casa. Y en las aulas.
photo credit: tullio dainese Umarell via photopin (license)
Maravilloso Oscar, estas hecho un artista. Gran abrazo desde el Sur
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