Pensaba hoy arrancar con una soflama en defensa de los buenos modales, la urbanidad o la olvidada amabilidad con propios y extraños. Los años te convierten, cuando menos te das cuenta, en un tipo mayor al que le molestan los ruidos y ciertas actitudes de jóvenes y no tan jóvenes que en estas latitudes despuntan por su costumbre al alboroto. Sin embargo, pese a que no está de más insistir en las buenas formas o en corregir, sin temor a la respuesta, a nuestros menores; tal vez tengamos otras tareas prioritarias.
En el ecosistema del aula todos tenemos un diseño, perfectamente (des)organizado, donde baremamos, definimos, prejuzgamos, estructuramos, relacionamos o criticamos a todos y cada uno de los alumnos con los que convivimos durante unas horas a la semana. El maestro antiguo de escuela tenía la fortuna de pasar todo el día con los mismos alumnos, con la dicha o la desgracia para los escolares de turno, de disfrutarlo o padecerlo durante su periplo académico. En cursos superiores es habitual pasar unas pocas horas, casi de perfil, por aulas repletas de jóvenes, cada uno con sus inquietudes y con un bagaje colegial que sirve de fina capa protectora ante nuestros envites educadores. Una lástima para ellos y para nosotros que no siempre podemos atenderles debidamente.
Lo del slow education tiene aspecto de terminar como otra nueva y excéntrica moda pasajera en tiempos donde el inglés, las tecnologías y el emprendimiento forman parte de ese nuevo maná ofrecido en el biotopo educativo integrado por familias, centros y la administración educativa. Preocupados constantemente por las competencias, el futuro y lo que demandan los actores principales del sistema económico, nos dedicamos a perpetuar un modelo de escuela que no tiene suficiente tiempo para deleitarse en sus alumnos y descabalgar a sus docentes de ese sueño innovador y proselitista en aras del pragmatismo.
Sin duda, pese a lo que leemos y escuchamos en los últimos tiempos, el factor fundamental para cualquier cambio educativo somos los docentes; reflexionar sobre nuestro papel en el aula y nuestra responsabilidad con los alumnos, más allá de las dificultades que nos pone el sistema, debiera ser un ejercicio obligatorio. La profesionalidad del docente, ahora que vuelven a la carga con la evaluación del profesorado, podría también medirse en función de la preocupación que tenemos por nuestros alumnos y la capacidad de empatizar con ellos. Solemos caer en esa realidad paralela según la cual algunos no han sido nunca jóvenes o no han pasado jamás por un aula como discentes; una experiencia personal escolar que valdría la pena recordar de un modo realista.
En cualquier caso, pese a estas inconexas líneas y, volviendo al párrafo inicial, las maneras importan; pero aún más las intenciones con las que actuamos en todos los niveles. La mayoría de estos ciento diez consejos de George Washington siguen vigentes para cualquiera preocupado por la cortesía o el respeto en el aula y en esos otros mundo virtuales o reales.
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PRIORIDADES (Y MODALES) EN LA ESCUELA
sábado, 17 de noviembre de 2018
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