Parece una costumbre demasiado arraigada la que nos concede a los docentes la potestad de valorar y tratar al alumno como una persona con menor capacidad de raciocinio o unos derechos inferiores. Sí, es cierto que el alumno está en fase de crecimiento personal y su educación formal está aún inacabada. Pero no es menos cierto que, los docentes, pese a una edad que nos otorga supuestamente un grado de madurez, juicio o sabiduría, estamos también en un aprendizaje y crecimiento continuo.
Pedir la opinión a los alumnos y dejarles decidir cuestiones relativas a su aprendizaje (contenidos, actividades, evaluación...), es un ejercicio poco habitual en nuestras aulas. Evidentemente, hay cuestiones sobre las que el docente debe guiar o emitir un juicio basado en la experiencia. Aún así, es también obvio que no medimos muchas veces al alumno como a nosotros mismos. ¿Preguntamos al alumnado sobre el tipo de tareas que prefieren? ¿sobre nuestro modo de dar las clases? ¿sobre su conciliación de la vida académica y personal?
Por norma, no confiamos en el criterio del alumno. Injustamente nos quedamos a menudo con la muestra en lugar de con la mayoría. Un alumno disruptivo, inmaduro o asocial parece que sea la norma en la adolescencia o juventud actual. Se debe preguntar y escuchar más al alumno; muchos se sorprenderían. ¡Practiquemos la democracia en el aula! Si como docentes no somos capaces de adaptar nuestra mirada a la realidad del alumno, impediremos la empatía y la conexión con el alumno. Una conexión que se sabe fundamental para lograr el aprendizaje. Nadie puede obligar a nadie a atender en clase ni es posible tener un aprendizaje significativo de un modo forzado.
Por otro lado, los profesores exigimos presuponiendo unas competencias, pero a su vez no concedemos unos derechos comparativamente iguales al alumnado. Todo ello sin tener en cuenta además nuestras continuas imperfecciones profesionales: ¿somos igual de puntuales a la hora de presentar documentación en nuestro centro? ¿trabajamos en equipo y coordinadamente con nuestros compañeros? ¿aceptamos de buena gana la valoración o crítica de otros compañeros o equipo directivo? ¿somos igual de exigentes con las formalidades en nuestro trabajo diario? ¿profundizamos en nuestra materia más allá de un libro de texto o algún que otro vídeo? Porque ni los profesores somos perfectos, ni los alumnos son unos irresponsables por definición.
Nuestro trabajo es desbordante y exige una intensidad continua y diaria, pero ello no quita tener siempre presentes las circunstancias personales, madurez, edad o motivaciones del alumno. Cada alumno, de mayor o menor edad, tiene unas ideas propias que merecen ser escuchadas. A través de esta escucha provocamos la reflexión y la crítica del alumno de tú a tú. Porque el sistema del sermón no suele dar resultados. Bajarse de la tarima o salir de la mesa del docente es más que saludable.
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