La obsesión por las calificaciones parece ser un "padecimiento" que comienza a temprana edad. Una obsesión inoculada por la parentela que se arrastra hasta la finalización de los estudios reglamentarios. Una presión multidireccional donde se retroalimentan familias, alumnos, profesores y directivos de las escuelas.
Un niño menor de siete años no se preocupa por su boletín de notas. No ha entrado en la guerra del expediente académico. Todavía va a la escuela con ganas de aprender y disfrutar junto con sus amigos. Todavía no es consciente de la presión social para aprender idiomas, memorizar temas, preparar lectura y calculo exprés o ser un genio del balón.
Entiendo que en edades superiores hay que baremar para acceder a determinados estudios. Aún así, no tiene sentido comenzar a clasificar a los alumnos a edades tan tempranas. Desde bien pronto estamos transmitiendo esa obsesión por la nota. Alumnos que estudian para aprobar o para sacar nota. Alumnos que te discuten hasta la última décima. Alumnos que están siempre de paso para continuar otros estudios o para finalizar su agonía y periplo académico.
El esfuerzo se debe premiar, pero, más importante aún, es motivar a nuestros alumnos para que vengan a clase. Cada estudiante tiene unas capacidades que podemos ayudar a descubrir o desarrollar. Independientemente de la calificación final, de la mayor o menor exigencia, debemos insistir en que el fin no es únicamente obtener un título.
Está más que demostrado: unas calificaciones altas no suponen un mayor éxito profesional o personal. Quizás serían más convenientes unas calificaciones que valoren el trabajo, el comportamiento y la actitud del alumno. Unas calificaciones que incluyan más comentarios y reflexiones que etiquetas o cifras. Unas notas que puedas comentar con cada uno de tus alumnos y/o con sus padres. Menos cuantitativas y más cualitativas.
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